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La Estalafeta

Si el lector tiene alguna vez sed en los ojos, sed de luz, sed de claridades, sed de aires puros y de horizontes blancos, nuestro consejo es que vaya a saciarse a Altea. Allí, apoyando la cabeza en la sierra Aitana y los pies en la espuma del mar. Altea parece haberse tendido a dormir bajo el sol, desnuda como una diosa que acabase de nacer entre las olas. A Altea vino un día, a colmarse de deslumbramientos Gabriel Miró, y se le quedó en sus palabras una reverberación de luminosidades que inútilmente quieren conquistar nuestros actuales escritores de allende los mares. Toda la costa de Altea sirve de refugio a poetas y pintores que huyen de las aglomeraciones del turismo de la cercana Benidorm y prefieren dejar que la luz les invada hasta lo más profundo del alma. En Altea hemos oido versos de Federico Muelas y hemos visto piedras mágicas pintadas por Benjamín Palencia. No lejos de Altea sueña Andrés Conejo con sus mundos de figuras goyescas que parecen ocultarse para que no les descubra la realidad el sol implacable de esta tierra.

Si todos van a Altea, Navarro Ramón no tuvo que esforzarse por llegar a ella. Había nacido allí, frente al peñón de Ifach y junto a las alturas de Bernia, cuando aún Altea no era sino una playa dormida en la que unos pescadores se esforzaban por arrancarle su plata viviente al mar. Hace setenta años, Altea no era sino un puñado de luz, una salada claridad, una aldea perdida. Pero estaba situada en un remolino de sonoridades y ello bastó para que aquel niño se sintiera lleno de ecos so¬noros, de necesidad de expresar que veía algo que los demás ignoraban y que tenía, como Bécquer, «algo divino aquí dentro».

¿Hasta qué punto puede un artista tener conciencia de haber logrado lo que soñó en su juventud? La vida está formada por muchos instantes, cada uno de ellos absorbe to¬talmente la conciencia de que se existe y es muy difícil comprender en cuál de ellos puede afirmarse que se ha llegado a la realización de todo lo que aspirábamos. Acaso por esto Navarro Ramón camina por la vida con los ojos muy abiertos, los oídos atentos y el alma tensa, pero como si eso del triunfo y la 30 consagración no fuera con él o, por lo menos, como si no se hubiera dado cuenta. Y se pasa la vida viajando de París a Buenos Aires y de Barcelona a Nueva York, pintando, exponiendo, o jugando al ajedrez; porque éste es uno de esos artistas a los que les rebosa la imaginación y gustan de encadenarla bien a los lí¬mites de sus lienzos o a la geometría de un tablero donde hasta el razonamiento lógico necesita ritmo, belleza y fantasía.

Dentro de este sentido del ritmo y de fantasía que Navarro Ramón ha dado a su vida se desenvuelve también su obra, larga y cuajada, naturalmente, como lo ha sido su existencia humana. Por eso, a través de muchos años y de muchos cuadros, Navarro Ramón ha ido haciendo su personalidad de la que es imposible sustraer al artista del hombre, al viajero del niño que soñaba con sonoridades luminosas o al soñador del pensador atento que fija sus ojos sobre el tablero de ajedrez y alcanza a no realizar movimiento inútil, sea con las fichas o sea con los pinceles. Varias etapas en su creación nos hablan del realista que intenta convertir en color y figura toda la música del mar. o del nostálgico que compo¬ne, en la soledad de su estudio, los remolinos del agua o la presencia, sobre los montes de su tierra, de nubes y vientos que se resuelven siempre en un sentido de danza que tan bien conocen los que han nacido por aquellas tierras.

Carlos Areán ha dedicado todo un libro al pintor, con un meditado y sutil estudio de la obra de Navarro Ramón en el que da, como valores comu¬nes a toda ella, los siguientes;

«La matización del color.
La melodía de la linea.
La paradójica tenuidad con-sistente de la factura.
La seguridad flotante de sus ritmos y de sus sueltos encadenamientos de formas.»

Si exceptuamos el primero de estos valores, podemos llamar la atención del lector acerca del sentido musical que estas afirmaciones poseen. Y es que el conjunto de la obra de Navarro Ramón pudiera sintetizarse en una espléndida sinfonía de la que tendríamos que estructurar los tiempos de cada una de sus etapas. Y así nos encontraríamos con un primer tiempo en el que la melodía se resuelve en esas tonalidades tenues, poéticas, que dan forma a unas figuras casi de porcelana. casi aéreas. Es el momento de las mujeres sentadas, como abismadas en una ensoñación de crepúsculos mediterráneos, teniendo entre sus manos una flor o un laúd. Es el momento de las calles de Altea, sumidas en la sies¬ta estival, como bañadas por una luz misteriosa que casi las hace transparentes en sus sueños.

El segundo tiempo nos trae el inicio de un ‘ballet» pictórico en el que todas las tierras por las que han transcurrido la vida del pintor van dejando su impronta. Prepara así el artista al espectador para su próxima etapa, cuando las figuras comienzan a girar y a desprender lo que de superfluo puede haber en su naturaleza. Parece como si. a través del mar, Juan Mi¬ró tendiese su mano a Nava¬rro Ramón para estrechársela en la coincidencia de actitudes. Se empiezan a convertir las flores en estrellas y el estatismo de las mujeres se cambia en invitación a la danza. Se arquean los brazos, se resuelven las formas en circuios rítmicos. Todo está ya a punto para la gran eclosión de la danza que compo¬ne el tiempo fundamental de la sinfonía. Ya no hay abstracción ni figuración. Hay todo un ritmo que hace girar las figuras, que crea oquedades, como de inmensos refno- linos marinos, en cuyo centro se refugia la luz. Y hay sonoridades de mar, de brisa, de crepúsculos mediterráneos, de claridad de sal y sol. Es la gran danza levantina que, cuadro a cuadro, ha compuesto Navarro Ramón soñando, tal vez, con los años en que su infancia dejaba las huellas de sus pies de niño en la orilla del mar de Altea.

Areán vio perfectamente este sentido de danza de la pintura de Navarro Ramón, y de esta rítmica concepción deducía, como resultado final, el misterio. Muchas veces hemos afirmado el poderoso valor poético que el misterio trae a toda obra artística.

«La ambientación lírica —dice Areán— puede darse lo mismo en la manera de buscar contigüidades eglógicas en sus etapas figurativas —esos blancos rosáceos sobre fondos azules muy Intensos o esos violetas apenas diferenciados de un gris ver doso que los amortigua y envuelve— que en las superposiciones emotivas, saltantes, esbozadas, de sus períodos no imitativos, alígeras siempre, pero casi nunca convulsas.»
De todas estas cosas es inútil hablarle a Navarro Ra-món. En su sencillo piso de Barcelona, acompañado de su mujer, nos ha recibido casi como con sorpresa de que pudiéramos hablar así de sus cuadros. A él no conseguiría¬mos arrancarle una sola pa¬labra. Hombre de gran huma¬nidad y de profunda sencillez, prefiere llevar la conversación a cauces normales de cualquier mortal. Pero, a veces. se queda callado y nota¬mos como si en sus ojos hubiera una inmensa necesidad de ver otra vez las orillas natales de Altea. O como si viniese de tener un largo sueño en el que la luz y la vida se han compenetrado para crear como una especie de gruta en cuyo centro, él, el propio pintor, Juan Navarro Ramón, está sentado en pos¬tura contemplativa, viendo cómo a su alrededor la vida se hace una danza infinita, una maravillosa y poética danza que él ha de dejar plasmada. en increíble milagro, en sus cuadros.

Madrid-España, 1 de julio.