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Galería de Arte Ribera

JANO CRITICA 20 de febrero de 1976 “JANO»

Por Angel Marsá

La pintura le ha perdido en un dédalo de espejos cóncavos y convexos, que alargan o achatan las formas —las «desfiguran»—, y adopta los mil rostros reflejados en las mil encrucijadas donde se halla perdida, temerosa siempre de la aparición del Minotauro, que sería su fin inevitable. Primero fue el conjuro mágico que inventaron —¿reinventaron mas allá de tantas civilizaciones perdidas?— los cazadores nómadas del Paleolítico. Luego fue atributo de poder y lujo de los dioses. Más adelante estuvo al servicio del hombre y de sus más nobles afanes. Pasó por cien metamorfosis sin adulterarse. Acabó encandilada con la luz, como una falena que sale de su noche de milenios. Ahora convalece de tanto servicio y de tanto quebranto. Vuelve a ser la vestal de mil rostros, que adopta de sus tiranos, los pintores. Cada pintor hace su propia pintura —la de su propio rostro, su autorretrato—, algunos hasta desfigurarla y aun negarla. He aquí, pues, la pintura, ese misterio.

Y bien, ¿Qué es, a fin de cuentas, la pintura? Exactamente lo que cada pintor, según su leal saber y entender —o menos—. quiere que sea. Hay quienes la aman tanto, con tan irracional exclusivismo que prefieren verla muerta antes de saberla amada por otro, y él mismo la mata de su propia mano, el clásico y horrendo crimen pasional. Otros, sin embargo, se convierta voluntariamente en sus esclavos, y renuncian a toda iniciativa propia. Los más, se casan con ella, dejan que engorde y te convierta en un puro adefesio. Quiénes la disfrazan con galas macilentas de la abuelita, y otros muchos la explotan haciéndola trabajar a destajo en faenas serviles. Quedan —no son muchos, pero sí suficientes—, los que más la han dignificado, aquellos que se casan por amor y le son fieles, tienen hijos sanos y robustos, y renuevan esta legitimidad a través de tiempos y edades, sin perderse el respeto mutuo. Para estos afortunados mortales el divorcio pintura- pintor no existe. En tal caso, el pintor es a la pintura lo que la pintura es al pintor, y viceversa. Sólo los genios —y entran pocos en siglo- tienen el privilegio, verdaderamente soberano, de crear su propia pintura, de inventarla, de dominarla, de mandar sobre ella y elevarla a su propio rango.

Pero lo normal y deseable —por ello, también, lo menos frecuente —es que la unión o coyunda pintura-pintor no sea un matrimonio do conveniencia y se respeten los derechos mutuos, que la pintura sea para el pintor tanto como el pintor es para la pintura. Y en eso estamos. Aquí, vea usted, tenemos un caso de este ejemplar respeto mutuo: el pintor Navarro Ramón y su pintura, la de hoy como la de ayer, asegurada también la de mañana. No ha sido una conjugación fácil. Navarro Ramón es un pintor exigente con su pintura. Sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo, Alicantino, nacido en 1903, ha residido y trabajado en París, tras formarse artísticamente en Barcelona. Fue un adelantado de la llamada pintura abstracta, en la que alcanzó, allá por los altos treinta, consenso internacional. Experimentó, sin perder jamas el equilibrio, la serenidad, la humildad también, tan necesaria al artista auténtico, los elementos plásticos y cromáticos —formas y colores en libertad, pero rigurosamente organizados—, marcaron el contrapunto de su pintura durante los años de París.

Pero a poco de regresar a su país se sentiría de nuevo mediterráneo, y recuperaría, mejorándolas, pasadas suntuosidades formales y cromáticas, nobles estructuras plásticas. Llegó, de vuelta de tantas experimentaciones fructuosas, a la pintura primigenia en su módulo equidistante y esencial, ese jugar las formas entre un primer planteamiento intelectivo, sujeto al canon, y su realización sensible, sujeta a la intuición y al impulso, factura y concepto patentes en esos desnudos femeninos, de tan delicada y serena pureza, que oscilan entre una remota adscripción mitológica y una sutil evanescencia onírica.

Sobria en la dicción, austera en los recursos técnicos, la pintura actual de Navarro Ramón llega al contemplador sin estridencias formales ni disonancias ópticas, tendiendo, siempre a lo esencial de la pintura, que es la pintura misma.

LAS INTERPRETACIONES DEL COLOR DE NAVARRO RAMON Madrid, mayo-junio 1976 “BELLAS ARTES 76M, nº 51

Por Arturo del Villar

Juan Navarro Ramón es un artista en evolución continua. Cada nueva exposición es realmente nueva, distinta a las anteriores. Por supuesto, la calidad matérica se continúa y acrecienta, pero la representación formal pasa por numerosos trances compositivos. Hemos tenido ocasión de volver a comprobarlo en su reciente exposición madrileña, celebrada esta vez en Propac. Sin rupturas gigantes ni torcimientos excesivos, es y no es idéntica mano la que traza formas figurativas y composiciones sin adaptación a la realidad. Podríamos decir que esa mano interpreta sensaciones o estados anímicos propios de cada instante, por lo que difiere cada vez. El “caso» Navarro Ramón es múltiple por tus manifestaciones evolutivas.

Quizá lo que más llamaba la atención del espectador en esta última muestra del pintor alicantino era la interpretación del color. Y digo interpretación porque no se trataba de plasmar en el lienzo los valores cromáticos de personas, animales y cosas en sus gamas, sino de Interpretarlos de acuerdo con unos ritmos personales. Así, como varían los colores según la intensidad de la luz, también cambian según el aprecio Instantáneo que se tiene de ellos o de los objetos. Los desnudos, por ejemplo, quedan matizados por un tinte suave que les vela cualquier alusión erótica. Por su parte, los caballos que alguna vez animan los paisajes vemos que son caballos por la forma, pero el color pertenece a otra categoría de seres sin relación con esos animales concretos.

Imágenes en equilibrio.— De modo que el pintor interpreta los colores según su saber y entender, sin afanes expresionistas. La imagen resultante queda equilibrada entre la esencia y la existencia de cada ser viviente o de cada objeto fabricado, con una tensión peculiar. Sin llegar a representar lo que solía llamarse paisajes del alma, nos enfrentamos a unas visiones alucinaciones amables, agradables, qu en algún momento determinado pueden inclinarse del lado del superrealismo incluso sin forzar, desde luego, la relación. El mundo apariencia! se halla implantado dentro del mundo real y sus bordes se confunden; por eso resulta difícil intentar una catalogación de este pintor y de esta pintura salida de la realidad, pero inmersa en la irrealidad de las sensaciones. Las leyes quedan al margen, sin olvidarlas ni conculcarlas, pero sin sometimientos absolutos a sus postulados. El ser y el no ser se dan la mano sin agobios en esta atmósfera limpia de contaminaciones estéticas al uso. Queda demostrado que es suficiente con ello para conseguir la materialización ideal del espacio sin olvidar su asiento terrestre.

La coloración señalada proporciona al cuadro un aspecto de reposo hasta en las escenas que representan el movimiento; algo así como el vuelo inmóvil, por decirlo con una frase hecha. Sin embargo, el resultado total da idea de una rítmica interna como de ondas concéntricas que parten de una figura central y se extienden por el paisaje que la circunda. Contribuye también a lograr este efecto la frialdad de los cotores suaves, de una discreción notable. La armonía del conjunto resalta el inmovilismo, claro está, y convierte a la pintura en la representación de un instante eterno. Así, al actuar con la sencillez lírica más acusada, el pintor proporciona al espectador la materialización de una escena sin tiempo, es decir, ajena a tas transformaciones temporales; en sus telas será siempre primavera.

Primero fue el color,— Tal vez en ese misterioso mundo de la ensoñación que proporciona al pintor los materiales predominantes, ahora más que antiguamente, pero también hace años, tal vez et tiempo no transcurre. Por eso rectifica la realidad para acomodarla a su intención y consigue asombrar al espectador con una quietud activa o con un movimiento perpetuo tan sutil que parece no alterarse nunca, de ahí que la peculiaridad de las telas firmadas por Navarro Ramón se encuentre en su interpretación de los colores. Probablemente los colores se le imponen a las figuras, en vez de ser al contrario; primero es el color, que él interpreta como perteneciente a determinada figura —mujer, caballo, árbol, búcaro, etc.— y después todo consiste en perfilar ese color dentro de unas líneas por lo general planas.

La solución al ampleo del tiempo, por consiguiente, la encuentra en el fiel de la balanza de dos brazos desiguales: color y acción. El colorido frío inmoviliza el gesto de los personajes, lo eterniza. La composición queda así supeditada al color, casi como en las telas abstractas, a pesar de su figurativísimo. La verdad es que Navarro Ramón ha pasado por una serie sucesiva de etapas estéticas, desde el puntillismo a la abstracción; el poso dejado por tantas busquedas expresivas dentro de su particular manera de contemplar y entender la obra estética nunca le ha quitado la personalidad, pero ha centuplicado sus derivaciones dentro de una misma inquietud. A la crítica no le resulta sencillo clasificarle ni aun concluyendo en una etapa final receptora de todas las anteriores. Seguramente hay varías fórmulas distinguibles en una tela, tan válidas por separado cada una de ellas como en el conjunto al que llamamos cuadro, obra de arte, elemento estético, o como se quiera decir; en este caso, además, trozo de vida apresado en su instante más bello para eternizarlo. Y ya basta con ello.