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Carta abierta: Recuerdo, por Juan Ignacio Ferreras

Recuerdo

Creo que La primera vez que vi a Navarro Ramón fue en una exposición, en Madrid y en el Centro de Bellas Artes, una sucesión de cuadros abstractos, una pintura que yo nunca había visto antes y que, como era natural, en aquellos tiempos de incultura general, no entendía de ninguna manera. Recuerdo muy bien algunos comentarios, alguien dijo, una señora, que aquella pintura era atea, y yo lo comenté con Javier el sobrino del pintor.

Más tarde, pero ya en París, Navarro Ramón intentó una exposición en el Consulado, ayudé lo que pude y el pintor me regaló una de las primeras litografías de un cuadro suyo que aún conservo. Pero ¿quién era Navarro Ramón?. Lo recuerdo como un hombre afable, siempre sonriente pero terriblemente cerrado, hermético, al parecer era sordo, un poco sordo, algo sordo ¿de verdad?. Siempre he tenido mis dudas, creo que unas veces oía muy y otras no tanto, sonreía siempre ¿nunca se enfadaba? O al menos yo nunca le vi enfadado, pero ¿cómo podía vivir en sociedad un hombre que apenas dialogaba con los demás?. Y tardé en comprenderlo pero la respuesta estaba allí, Fina, su mujer era el lazo que le unía a la sociedad, era élla la que hablaba con los demás, la que organizaba su vida, y él se dejaba llevar. No, no era por comodidad, no se trataba de un machismo más o menos enmascarado, era que sin Fina, Navarro Ramón seguramente, se habría perdido en alguno de sus viajes por Europa, quizás hubiera encontrado muchas dificultades para responder a las cartas, a los compromisos, para encontrar un estudio. Fina le guiaba, le comprendía perfectamente, y ante élla, se puede asegurar que Navarro Ramón oía perfectamente.

Un hombre que siempre me pareció que vivía de espaldas al mundo, imposible dialogar con él, la conversación se acababa enseguida, no es que no comprendiera de qué se estaba habLando, es que perdía todo interés en seguir hablando. Sin embargo pronto descubrí que había un medio no para diaLogar, eso casi nunca, sino para tenerle ante mí, durante una hora o más. Se trataba de jugar al ajedrez que era su verdadera pasión después de la pintura. Medio sordo y medio autista, a veces daba esa impresión, Navarro Ramón sabía perfectamente dónde se encontraba el café, el bar, el casino donde se reunían los ajedrecistas, le daba igual que estuviera en París que en Amsterdam, en Madrid que en Sitges, en todas partes, en todas la ciudades quizás del mundo. Esa gran y pacífica mafia que es el juego del ajedrez, tiene sus puntos de encuentro, y allí se presentaba nuestro hombre y allí pasaba sus horas de juego. Si bien se piensa, para un introvertido como él, nada mejor que una partida de ajedrez, no hay que hablar, sólo hay que sentarse y pensar, calcular. ¿Era un buen jugador? Desde luego que sí, yo tuve el honor de jugar con él en varias ocasiones, no soy tan malo y la prueba es que lograba resistir durante media, una hora; perdí siempre menos en una ocasión y fue una ocasión escandalosa porque dispuesto a no dejarse vencer de ninguna manera, Navarro Ramón intentó devolverme una jugada. Acabamos por reírnos juntos, pero no, no le gustaba perder o quizás no perdiera casi nunca.

Más tarde, pero mucho más tarde, cuando ya había muerto, pronuncié una conferencia sobre su obra, en su pueblo natal, en Altea. Entonces estudié sus cuadros e intenté comprender su arte y explicarme su evolución desde la pintura figurativa a la pintura abstracta, y desde la pintura abstracta a su último intento de combinar Las dos maneras. Sí, creo que entendí un poco su obra y quizás también su personalidad. Siempre pensé que hay que estar muy cerrado al mundo para lograr ese grado de concentración que consiste en inventar colores y formas; es como si el artista que era Navarro Ramón, al rechazar lo cotidiano, el mundo objetivo real, se fortificara en su labor creativa, como si necesitara esa negación de un mundo para crear otro.

Puesto a recordar, también me acuerdo de algunas frases suyas, apenas dos o tres palabras, pero certeras, redondas; cuando murió Picasso dijo escuetamente que el gran Picasso hacía ya mucho tiempo que había muerto. Nada más pero nada menos, me hubiera gustado saber su opinión ¿desde qué momento la pintura de Picasso había decaído o había dejado de interesarle?. Navarro Ramón tenía la respuesta pero se la guardó, para él, estoy seguro, sus palabras eran tan obvias que no merecían explicación alguna.

Y un hombre de tan pocas palabras, tan cerrado en sí mismo, era también capaz de practicar el humorismo, el suyo, el que le hacía sonreir aunque los demás no le encontráramos la gracia. Alguna vez, cuando le servían la comida, se sonreía más que nunca y después decía ¿qué, alimentado al genio, eh?.

¿Cómo pintaba?. Sólo alcancé a verlo pintar en París: abstraído, esa es la palabra, completamente abstraído, apenas se alejaba de la tela y aplicaba el pincel con ligeros toques, tenía la idea y la seguía casi automáticamente, mojaba el pincel sin mirar, sólo miraba lo que hacía, y lo que hacía avanzaba lento pero sin ninguna pausa, a veces parecía que no pintaba, que sólo tocaba.

En casa tengo un cuadro suyo que embellece mi sala, a la entrada tengo la litografía que me regaló en París, y rodeado de libros, tengo su caballete, el último que utilizó cuando vivía en Sitges.

JUAN IGNACIO FERRERAS
Profesor de Literatura en la Universidad de La Sorbone de París.
Crítico literario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)